La llegada de patinetes, monociclos y otros vehículos eléctricos de movilidad personal es el último asunto en el debate sobre la ocupación del espacio urbano.
La ciudad es un ejercicio de negociación permanente. Lo ha sido siempre con la evolución más o menos pausada con la que se han ido dando los cambios en lo urbano y lo es en este momento de disrupción, no sólo tecnológica sino de modelos de negocio y de ofertas de mercado. Aparte de Airbnb, Uber y los servicios de movilidad compartida, ahora hay algo más; algo que está consiguiendo poner en desacuerdo a casi todo el mundo. Por eso, en el capítulo de hoy de cosas-que-han-llegado-de-repente-y-nadie-sabe-muy-bien-qué-hacer-con-ellas toca hablar de patinetes eléctricos, monociclos, segways, hooverboards y demás vehículos de movilidad personal (VMP) –vamos a llamarlos como los llama la DGT, aunque ni siquiera en la denominación hay consenso–.
Cuando todavía estábamos debatiendo sobre la necesidad de fomentar la movilidad activa, ampliar espacios peatonales y facilitar el uso de la bicicleta, el mercado se ha llenado de artilugios eléctricos basados en otros existentes. Igual que las bicis tienen su versión motorizada, los monopatines, los patinetes y los monociclos ya tiene las suyas. Sólo que éstas, son en principio más baratas.
Por entre 300 y 400 euros puedes tener un patinete eléctrico de en torno a 10 kilos de peso, con unos 30 km de autonomía y que alcanza una velocidad de 25 km/h. Por un poco más, los hay más ligeros y mucho más veloces (45 km/h). Además, están empezando los servicios de VMP compartidos, como Lime, que ya ha aterrizado en Madrid, y otros que vendrán como ya lo han hecho en un montón de ciudades de todo el mundo. Varios follones casi al mismo tiempo, como si tuviéramos pocos.
¿Y cuál es el problema?
Los problemas son varios, en realidad. El primero es típico de la movilidad urbana: cuando llega una nueva forma de moverse, nadie la quiere en su camino. Pasó con las bicis –que no son nuevas, pero que volvieron a irrumpir en las calles de por aquí hace no mucho–. La masa conductora las vio –y las ve– como un estorbo y una anomalía y las fue –y las sigue– apartando hasta llevarlas a la acera (proceso al que también contribuyó –y contribuye– el miedo percibido por la masa ciclista). Poco a poco, algunos gobernantes empezaron a hacer infraestructuras ciclistas y ahí tenemos –pongamos que no hablo de Madrid– los carriles bici.
Con los VMP, igual. Los de los coches y las motos, a los que hemos cedido la propiedad de las calzadas, los ven como moscas molestas a las que hay que espantar. ¿Y los demás usuarios? ¿Dónde creen que deben circular los nuevos vehículos?